Centro de torturas durante el Gobierno Militar y testigo de la ejecución de 94 personas y de cien aún desaparecidas, la llamada “Casa de las Campanas” se mantiene viva en el centro de Santiago. Pese a que se le cambió de numeración por Londres 40, como para borrar las aberraciones, como para borrar de la memoria la agonía de sus víctimas, la verdad se mantiene intacta en ellas. Por: Natalia López Zamorano.-
Ubicado en pleno centro de la capital, el barrio París-Londres esconde entre sus edificaciones un envidiable estilo europeo, un ambiente de romanticismo y magia, de frescura y solidez. Pero pese a todo lo magnífica que puede resultar su arquitectura, esconde una historia gris, una historia de la que muchos no se atreven a contar, recordar o asumir: La historia de Londres 38.
Conocida también como la “Casa del terror” o la “Casa de las Campanas”, porque éstas, las que pertenecían a la iglesia San Francisco más de una vez acallaron las súplicas de los detenidos que fueron sometidos a tortura, guarda entre sus paredes historias difíciles de imaginar, pero que resultaron ciertas. Tan ciertas, como la experiencia vivida por Jorge Flores Durán, detenido por la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) el 13 de julio de 1974.
La mirada de Jorge, poeta y autor del libro Londres 38 (un número desaparecido), está llena de recuerdos que por momentos trata de evadir, pero que no miente cuando escucha la palabra Londres 38. Aunque intenta disimular la amargura que le brota, le cuesta. Pero pese a que aún le es difícil, entrega su relato a quienes quieran conocer de aquella historia, pues considera que es una verdad que no sólo le pertenece a él, sino al país.
Interrumpiendo su inocencia, fue detenido a los 16 años. La DINA buscaba a su hermano mayor, dirigente del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), pero como no dieron con su paradero, se lo llevaron a él. Golpeándolo hasta el cansancio y haciéndole creer que en una pieza contigua estaban sus padres siendo torturados para que él dijera dónde estaba su hermano, Jorge pasó trece días en Londres 38, mismo lugar que en el 2005 fue declarado Monumento Nacional.
Durante casi dos semanas reclamó por su inocencia, por su vida y por su única verdad: no sabía cómo ubicar a su hermano Patricio. “Yo me escudé siempre en que era un estudiante y que no sabía nada de mi hermano”, asegura Jorge, como reafirmando que la explicación que les daba a los de la DINA era cierta. “Supongo que finalmente mi argumento los terminó por convencer, porque nunca pude decir otra cosa sobre mi hermano, aunque me hicieran llamar a mi casa para hablar con mi mamá y preguntarle si tenía novedades de él”, cuenta Flores.
Vendado la mayor parte del tiempo y sentado en una silla día y noche, Jorge escuchó gritos, súplicas e historias tan amargas, que su mente prefiere no ahondar en el recuerdo, pero que su corazón sí lo hace para ir mermando el sufrimiento. Testigo de la desaparición de Jaime Buzzio Lorca (ex estudiante del colegio Manuel de Salas) y de Sergio Tormen, campeón nacional de ciclismo, Jorge vivió en carne propia la incertidumbre de no saber si algún día saldría de allí.
La misma incertidumbre que vivió C.Z, otra sobreviviente de esta casa de torturas. Casada y con tres hijos pequeños en esa época, fue detenida en su domicilio a la edad de 24 años. La subieron a una camioneta C-10 blanca y la trasladaron a Londres 38, también conocida como Yucatán, el codificado nombre que le dio la DINA.
Pese a que nunca se le dijo el porqué de su detención, logró advertir que algo no andaba bien cuando apenas bajada de la camioneta, recibió un certero golpe en su ojo izquierdo, tiñéndolo de inmediato de un azulino tan oscuro, que ella supone que esto fue lo que hizo que no la siguieran golpeando en los días posteriores, pues con esto suponían que ya le habían dado una gran golpiza.
Dice que no recuerda episodios, que éstos fueron borrados de su mente, pero sus ojos dicen lo contrario. Entre líneas deja ver que fue violada en reiteradas oportunidades y que durante días enteros, todas las mujeres eran amarradas de las manos y colgadas en vigas. Siempre vendadas y desnudas, siempre indefensas, siempre pensando en que todo fuera un mal sueño y despertar cuanto antes de éste.
Su pesadilla terminó un día en la mañana. La noche anterior un hombre, que nunca supo quién era, le dijo que al día siguiente abandonaba el lugar. C.Z nunca pensó que sería cierto, pero aguardó tranquila, con la compañía de unos cuantos susurros de compañeras de habitación que intentaban animar a una joven que nunca probó comida, nunca contuvo el agua que le intentaban dar y que nunca pronunció palabra.
“Cuando volví a mi casa, todo era distinto. No aguantaba estar con mi familia, que me vieran, que me hablaran, que mi marido me tocara. Mi matrimonio duró muy poco producto de lo mismo. No sabía cómo salir, cómo dejar atrás lo vivido”, cuenta C.Z en voz baja, como queriendo que su mente no capte sus palabras ni que su corazón las recuerde.
Aunque C.Z fue liberada hace 35 años, aún se siente prisionera. Prisionera de sus propios temores y recuerdos de esa experiencia que ella quiere olvidar, pero que cada día le viene a la memoria y la hace cautiva. Su deuda pendiente es volver a Londres 38 y repasar las habitaciones, observar los detalles, volver a entrar en la sala donde estuvo día y noche amarrada y vendada, recordar de manera presencial lo que allí vivió. Eso sí, en compañía de su siquiatra.
Con la angustia a flor de piel y la libertad tan escondida como los rostros de quienes participaron en las torturas, Jorge Flores recuerda que cuando Marcelo Morén Brito, uno de los tres agentes que estaban al mando del grupo Halcón y que pudo identificar luego de años, le comunica que al día siguiente que sería liberado, se alegró de siempre haber mantenido la confianza de que saldría de ahí. “Nunca pensé que iba a morir y eso creo que me ayudó. Cuando me dijeron que me iba, me puse contento, porque cualquier otra cosa que viniera, iba a ser mejor que esa inmovilidad que allí se vivía”, relata Jorge.
Con sólo una comida al día y con las ganas de detener el tiempo para que jamás oscureciera, pues las torturas eran en la noche, Jorge y los demás detenidos escuchaban las campanas de una iglesia y la música de un carrusel. Y a veces, cuando la venda se caía o quedaba un poco suelta, veían que el piso de la casa tenía baldosas como tablero de ajedrez.
Gracias a esas campanas, a ese carrusel que era de los juegos Diana ubicado en la Alameda, y a esa venda tan precaria, que por momentos sólo era un paño o la misma ropa de ellos, se pudo dar con la dirección de la casa cuando ésta dejó de ser centro de torturas. Y pese a que a fines de los ´70 se le cambió la numeración por Londres 40, por iniciativa del Gobierno Militar para que todas las denuncias sobre Londres 38 apuntaran a una dirección inexistente, la medida no logró acallar el grito de sobrevivientes y familiares de torturados que lucharon para que esa verdad no quedara sepultada.
Esa misma verdad que esconde, sin querer, Londres 38 en sus murallas que fueron testigo de dolor, llanto, injusticias y aberraciones. Esa verdad de la que es parte Jorge y C.Z, de la que son parte noventa y cuatro desaparecidos, 81 hombres y 13 mujeres, entre ellas dos embarazadas, y de la que es parte el Barrio París-Londres y todo un país.