LECCIÓN DE GRANDEZA
No es una historia sacada de un libro ni tampoco producto de la imaginación. Es una historia real, con matices amargos y por momentos crueles, de la que es protagonista cada día un hombre que, a pesar de que él no lo sabe, el trozo de vida que relató, ha dejado profundas huellas y grandes lecciones.

Por:
Natalia López Zamorano.-
Su nombre es Carlos. No sé su edad, ni sus apellidos y menos su dirección exacta. Sólo sé que es ciego, que vive solo en una pieza que arrienda en San Bernardo y que su única hija, hace poco más de un año, le comunicó que se cambiaría su apellido, pues no se sentía orgullosa de tener un padre como él.

Lo conocí un día de la nada. Mi hermano y yo habíamos ido a hacer unas compras al supermercado y de vuelta a casa, justo en la esquina por la que debíamos doblar, veo que Carlos le pregunta a un transeúnte dónde queda el paradero de micros en el cual pasaba la locomoción que le servía. No sé si la persona a la que le preguntó no se percató de la condición de no vidente de Carlos, pero lo cierto es que para responder su pregunta, levantó su mano y le indicó el lugar por el que debía caminar para llegar a su destino. Carlos, confundido al no recibir la respuesta que esperaba, pues nunca pudo ver hacia dónde había apuntado el hombre, le dio las gracias y caminó.

El semáforo dio luz verde y mi hermano dobló en dirección a nuestra casa. Durante las cinco cuadras que dejaban atrás la penosa escena, no pronuncié palabras. Llegamos al portón de nuestro hogar y dije: “tendría que haberme bajado”. Mi hermano, sin saber a qué me refería, me pidió que le explicara y sin pensarlo dos veces, puso en marcha nuevamente el auto y nos devolvimos hasta el lugar donde habíamos visto a Carlos.

El trayecto se hizo interminable pero, finalmente, dimos con él. Caminaba a paso lento, acompañado sólo por su bastón y por el sonido que éste hacía cuando se golpeaba contra el piso. Me bajé del auto y corrí hacia él, quien cuando sintió mis pasos, se movió lentamente hacia la derecha de la vereda. Me acerqué y le dije que había escuchado que quería llegar hasta el paradero que está frente a un supermercado. Con una amplia sonrisa y volteándose hacia mí, me respondió que sí, que se dirigía a su casa tras una extenuante jornada de trabajo y que creía ir bien por donde caminaba. Recordé la escena que había presenciado hace minutos y sentí rabia, tristeza y amargura por la despreocupación que había mostrado el hombre a quien Carlos le pidió ayuda.

Le ofrecí mi hombro para que se apoyara y caminamos hacia el paradero. Durante el camino le conté que lo había visto unas cuadras más atrás y que junto con Álvaro, mi hermano, nos habíamos de vuelto para confirmar si iba o no en la dirección correcta. Su rostro reflejó su alegría y me llamó “Angelito”.

Caminamos sin apuros, con la compañía del viento que rozaba nuestro rostro y con las ganas de saber un poco más de la vida del otro. Me contó que quedó ciego hace 7 años, 6 meses y 4 días. Sorprendida por la exactitud de la cuenta, le pregunté cómo había sucedido. “Soldando sin protección, sin ningún casco para soldaduras. Me saltaron unas cuantas chispas en los ojos. Al comienzo no le di importancia, pero pasó el tiempo y el panorama fue empeorando, hasta que perdí la vista por completo”, comentó. En ese momento, me quedé sin palabras. No valía la pena lamentos ni más preguntas para una explicación tan clara. Álvaro llegó a nuestro lado en silencio. Con una mueca, le indiqué que estaba todo bien y que llegaríamos hasta el paradero.

Cuando faltaban menos de dos cuadras para llegar a nuestro destino, Carlos me contó que vendía “parche curitas” en las micros, que con eso lograba pagar el arriendo de una pieza en la comuna de San Bernardo y la comida necesaria para sobrevivir. Nuevamente quedé sin palabras. Él, para romper el silencio, continuó diciendo que no siempre ha vivido allí, pues antes vivía con su señora e hija en una casa que él mismo había construido, pero de la que jamás volvió a saber justo cuando perdió la vista, pues su mujer al saber la noticia, tomó su ropa, la puso en una maleta y se la entregó diciéndole que no lo quería volver a ver en su vida.

Hasta ese momento había podido contener, no sin problemas, las lágrimas que en más de una ocasión al escuchar a Carlos, había querido aparecer, pero ya en ese entonces, fue inevitable que éstas no brotaran. Continuó diciendo que pese a que ese hecho fue un duro golpe, sin duda, lo había sido aún más la reacción de su hija, pues hace un tiempo le comunicó que se cambiaría de apellido, pues no sentía orgullo de tener un padre como él ni menos tener intensiones de volver a verlo, ya que sentía que Carlos no era un papá a quien respetar, valorar ni menos obedecer.Ya a esas alturas, cualquiera de los problemas por los que estaba enfrentando, se habían convertido en ínfimas situaciones comparadas al crudo relato de Carlos, quien sin querer, a través de su historia, hizo que me diera cuenta que la vida es mucho más simple de lo que parece, pues otras personas aún con más problemas, siempre ven en ésta una razón por la cual luchar y salir adelante.

Llegamos al paradero y le pregunté dónde pasaría Navidad y Año Nuevo. “Solo. Solo en mi pieza escuchando música o sino durmiendo”, respondió. Sus palabras quedaron sonando por largo rato en mis oídos y casi leyendo mi mente, respondió “ya me acostumbré. He pasado estas fiestas en soledad por años y no me da tristeza, sino todo lo contrario, porque Dios aún me tiene con vida y eso se lo agradezco”. La grandeza de su corazón me impactó. Pese a haber perdido la vista y de no poder contemplar nada de su alrededor como sí lo hacía hace 7 años, es un agradecido de la vida y de Dios, pues Carlos ha aceptado tal cual se le han dado las cosas, sin juzgar, sin resentimientos y sin rencor.Ya en el paradero, me preguntó mi nombre. “Natalia”, respondí con la voz entrecortada. “Natalia”, repitió, “¡qué lindo!”. “¿El suyo”?, pregunté. “Carlos”, dijo, mientras cerraba su bastón.

Pasó un rato en que ninguno pronunció palabras, hasta cuando se volteó hacia mí, tomó de mis hombros y con sus ojos en mi rostro, dijo que me recordaría como su angelito y que a pesar de no poder verme, sí sabía cómo era a través de mi voz. Le agradecí sus palabras y sin dudar, lo abracé. Por medio de mi abrazo, quise entregarle todo lo que no había podido decirle por el nudo en la garganta que tuve durante el tiempo que habíamos conversado.

Antes de subir al micro, Carlos me hizo prometer que si algún día lo volvía a ver, lo saludaría, fuera donde fuera, pues siempre me recordaría. Nos dimos la mano en señal de acuerdo y se subió con paso firme al bus.

Jamás lo volví a ver. Sin embargo sé que en algún lugar debe estar vendiendo mercadería para subsistir, pues pese a que sus ojos, reflejo del alma para muchas personas, nunca miraron fijamente los míos, sé que sus palabras fueron verdaderas y que nuestro encuentro fue algo más que mera casualidad, ya que a pesar que nunca dimensionará cuán bien me hizo el oír su historia ni tampoco que ha sido el inspirador de éstas líneas, Carlos se convirtió en la persona indicada para dar esperanza, fortaleza y perseverancia. Virtudes fáciles de leer y escribir, pero difíciles de practicar.